MITO DE LOS VOLCANES
Iztaccihuatl, hace ya miles de años, fue la
princesa más parecida a una flor, que de la tribu de los viejos caciques del
Capitán más gentil se enamoró.
El
padre augustamente abrió los labios y dijole al Capitán seductor, que si tomaba
un día la cabeza del cacique enemigo, en su vara y lanzón.
Encontraría preparados, a un mismo tiempo el
festín de su triunfo y el lecho de su amor.
Y Popocatépetl fuese a la guerra con esta
esperanza en el corazón domo la rebeldía de las selvas obstinadas, el motín de
los riscos contra su paso vencedor, La osadía despeñada de los torrentes, y la
acechanza de los pantanos en traición; y contra cientos y cientos de soldados,
años de años gallardamente combatió.
Al fin torno a la tribu, y la cabeza del
Cacique enemigo sangraba en su lanzón. Hallo el festín del triunfo preparado,
pero no así el lecho de su amor; en vez de lecho encontró el túmulo.
En que su novia, dormida bajo el sol esperaba
en su frente el beso póstumo de la boca que nunca en vida la beso Y
Popocatépetl quebró en sus rodillas el haz de las flechas; y, en una sorda voz
conjuro las sombras de sus antepasados contra las crueldades de su impasible
Dios.
Era la vida suya, muy suya, porque contra la
muerte la gano; tenía la riqueza; el poderío; pero no tenía el amor...
Entonces, hizo que veinte mil esclavos alzaran un gran túmulo ante el sol:
amontono diez cumbres en una escalinata como de alucinación; Tomo en sus brazos
a la mujer amada, y él mismo sobre el túmulo la coloco; luego, encendió una
antorcha, Y, para siempre, quedo en pie Alumbrando el sarcófago de su dolor.
Duerme en paz, Iztaccihuatl; nunca los
tiempos borraran los perfiles de tu casta expresión. Vela en paz, Popocatépetl;
nunca los huracanes apagaran tu antorcha eterna de amor.
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